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jueves, 18 de noviembre de 2010

Muerte

Tenemos un concepto generalizado de la muerte en el que poco o nada nos importa el más allá. La sociedad occidental ha ido desterrando de la cultura popular el misterio de la muerte, el interés por el más allá. La sociedad occidental puede calificarse de laica, o en todo caso, de agnóstica.

Hablamos, por supuesto, de la sociedad. Los individuos que la componen poco tienen que ver con esto. Hay una doble mentalidad al respecto. Dentro de la sociedad la personalidad se diluye y sería horrible pensar que haya alguien que crea en Dios o que anteponga todo a Dios (a menos que sea un radical fanático o un inestable mental). Digo que sería horrible, pero la realidad es que una amplia mayoría en los países occidentales tiene una creencia sincera en su religión o al menos en su tradición religiosa.

Celebramos la Navidad porque es una tradición social, no verdaderamente porque el Estado vele por la conservación de dicha festividad religiosa. Sin embargo, si nos preguntaran de manera individualizada, pocos serían los que renunciarían a la desaparición de un trozo de nuestras vidas.

Algo así ha pasado con la muerte en Occidente. Nadie habla de la muerte y mucho menos de vida después de la muerte, salvo en círculos muy cerrados y personales. ¿Por qué ese miedo a hablar de la muerte?¿Por qué está tan mal creer que haya un más allá?¿Qué implicaciones sociales y políticas tiene la creencia en un más allá, como la tradición cristiana admite, por ejemplo?

Hemos de recordar que la fe admite la existencia de algo no tangible y por tanto no demostrable físicamente. Lo bonito de la fe es que el método científico fracasa y que no hay ninguna manera de demostrar que Dios no exista o que Dios exista. Dios es una hipótesis que permite delimitar los efectos de una moral basada en la razón práctica. Si no existe una justicia absoluta que recompense o castigue las acciones, no existirá una manera de distinguir el bien del mal y de qué acción es ética y cuál no, lo cual nos llevaría a una contradicción lógica, ya que cualquier acción podría ser considerada arbitrariamente por la razón como "buena".

La fe en la existencia de Dios nos proporciona una creencia también en una vida después de la muerte, ya que un ser perfecto, como es Dios, no puede dar sino vida eterna a los hijos justos y no puede sino recompensar en la muerte a éstos. Estos pensamientos pudieran ser considerados como fantasías propias de siglos pasados, pero no hay descalificación razonable en tales comentarios. Si hay algo que es fundamental en el ser humano es sentir ganas de vivir y ser feliz. Y no hay nada más dichoso ni feliz que una vida eterna en un lugar donde sólo exista el bien (lo que el cristiano conoce como cielo).

La muerte suele ser un tema tabú porque la sociedad actual aboga por la muerte vacía, la muerte de la nada. Tras la muerte no queda esperanza, ya que sólo existe este mundo y no un más allá. Este planteamiento, a priori, es incierto, como hemos dicho. No es posible demostrar la existencia de un más allá ni tampoco es posible demostrar lo contrario. Por eso mismo ambas afirmaciones podrían ser válidas a priori, pero una es claramente superior a la otra. Abogar por una sociedad que crea en el más allá es apostar por una sociedad mucho más positiva y optimista.

Fueron los llamados "maestros de la sospecha" (Feuerbach, Freud, Nietzsche y Marx, todos, por cierto, de cuna germánica) los que pusieron las bases hacia el mundo pesimista. El pensamiento cristiano decimonónico sobre el más allá y la religión estaba basado ciertamente en un sistema de negación de una vida penosa propia de la Revolución Industrial. Dios aplicaría justicia en el más allá mientras que aquí tocaba exclusivamente malvivir. Tristemente, el cristianismo había olvidado aquellas palabras en Lucas 20, 38: "Dios es un dios de vivos y no de muertos".

Mientras que Feuerbach, Marx y Freud atacan el más allá como una enajenación (o alienación) del ser, en donde el individuo pierde el control sobre su persona, o inventan a Dios para paliar los impulsos del subconsciente, Nieztsche se limita a condenar a la "Iglesia de los muertos". No se debe abogar por una Iglesia que cree en el más allá porque es una vida mejor: hay que abogar por una Iglesia que viva desde ahora.

No obstante, a pesar de que la creencia en un más allá pueda traer estas no deseables consecuencias, hay que reconocer que es mucho más beneficioso creer en el más allá que no creer en nada. El pesimismo moderado, lo que podríamos llamar como pesimismo conservador, es algo bueno, propio de gente razonable. Una visión muy positiva lleva a la confianza excesiva y por tanto a malentender la realidad. Sin embargo, el pesimismo es un concepto negativo y su acción prolongada es perjudicial en todos los aspectos vitales. El ser muy optimista puede traer consigo la enajenación del individuo, falseando su realidad, lo cual es penoso, pero el ser muy pesimista trae consigo la muerte en vida y la amargura, las ganas de morir, lo cual es absolutamente trágico.

La sociedad occidental debería volver al equilibrio y animar a las personas a vivir en la fe. No debe animarse a una fe ciega, ni a una fe infantil, sino a una auténtica fe racional, a una idea que si bien en sí misma es un imposible sea lo suficientemente lógica para asumir que es cierta. Imposible, pero cierto.

Por acabar, una idea. Por el mero hecho de la estética, resultaría francamente falto de moda que no hubiera vida tras la muerte. El fin mismo del arte, la belleza por la belleza, el interés desinteresado, como se ha venido a llamar, quedaría huérfano sin las posibilidades conceptuales y expresivas que da las ideas religiosas sobre la vida post-mortem.

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