Hasta los más fanáticos detractores de Hitler deben reconocer que estamos ante la personalidad más fascinante y enigmática del siglo XX. ¿Cómo pudo ser que un muchacho de escaso talento para los estudios o el arte y que tampoco demostró ser conocedor de un oficio determinado pudiera convertirse en el amo absoluto de media Europa?
Tras la pregunta, el lector verá pasar por su cabeza multitud de pensamientos. Algunos seguirán leyendo con ávida curiosidad. Otros tendrán una visión atroz del líder austríaco y su rencor hacia los actos de Hitler le harán rechazar cualquier hipótesis. Unos pocos tratarán de culpar a un pueblo inepto y corrupto. Unos pocos fanáticos pensarán que fue su discurso real y sincero el que hizo rendirse a toda Europa. Otros dirán que Hitler no hizo más que sentarse y dejar que los disciplinados alemanes hicieran lo mismo que hacen ahora, trabajar y tratar de ser los mejores. Quizá nunca encontremos la respuesta, pero tratemos de conocer mejor, sin prejuicios, a este señor llamado Adolfo y que la Historia lo colocó en un momento en el que quizá (o no) tuvo que estar.
El inconsciente, individual o colectivo, nos juega a veces malas pasadas. ¿Por qué hago esto si no quería o por qué siento miedo al ver pasar a cierto animal? Quizá la respuesta esté en un miedo ancestral del ser humano, quizá en una experiencia cuando aún éramos bebés, pero sea como sea todo queda finalmente grabado en lo más profundo del cerebro. Tampoco deberíamos, empero, culpar siempre al subconsciente: los seres humanos necesitamos hechos palpables para tomar decisiones.
Todo parecía indicar que Hitler sería un muchacho más del entonces convulso Imperio Austro-Húngaro, sin embargo algo mucho más grande le fue destinado. Como hemos dicho, no fue un gran estudiante y por lo que él mismo confesaba su gran sueño había sido convertirse en un pintor importante. Ya ven, un Van Gogh o un Renoir austríaco. En todo caso, su arte fue totalmente incomprendido o al menos poco apreciado por los académicos y profesores de universidad de la Escuela de Arte.
No podemos aquí seguir sin usar la imaginación. Sin ella no podremos jamás comprender cómo ocurrió lo que ocurrió. ¿Qué haría un muchacho del siglo XXI que quiere estudiar en la universidad y al que no admiten en ninguna carrera? En la mayor parte de los casos, probablemente decidiría trabajar en cualquier cosa. Posteriormente, al ganar dinero y no ser emprendedor, estaría siempre con miedo de perder su escueto empleo, lo que finalmente le haría no iniciar aquellos estudios que deseaba. Otra historia, en caso de que el chico pueda ser mantenido por sus padres, será que durante un año completo estará en casa viendo la televisión, visitando a sus amigos universitarios en la cafetería de la universidad o incluso haciendo algún viaje "para aprender inglés". Luego, al año siguiente, si puede entrar en la universidad, pues bien; si no, otro año en la empresa de un amigo de su padre, o trabajará como el muchacho de la primera historia o se escudará en que no hay trabajo y pasará otro año más como el anterior. Las dos historias finalizan del mismo modo: esos chicos acabarán trabajando donde puedan y se quejarán el resto de su vida de su mala suerte o en el mejor de los casos olvidarán sus sueños de juventud y serán lo más felices que puedan.
Hitler fue otra cosa. Hay que imaginar, repito. Hitler, además de todo lo que vamos a contar, contó con algo inesperado. Tuvo suerte. No nos referimos a buena suerte, sino que él estaba allí en el momento justo. De haber sido otro el que hubiera estado allí, la Historia hubiera cambiado radicalmente. O si la I Guerra Mundial no hubiera finalizado en 1919, sino sólo 3 años antes, no hubiera existido quizá el gobierno de Hitler. Imaginemos, por tanto, a un muchacho que deja su pueblo para ir a Viena. Hitler no era un chico normal. Hitler era limitado quizá en algunos aspectos, pero siempre demostró una confianza en que todo iba a ir bien. Esa es una sensación que no todos son capaces de sentir. Conocer internamente que una divinidad, el destino o la vida va a darnos la oportunidad de demostrar nuestra valía es un sentimiento tan extraño que por mucho que se explique quizá no se pueda sentir en cabeza ajena. No nos estamos refiriendo aquí a la sensación del velocista, ante la final de los 100 m lisos, que pide a Dios que le dé fuerza (como se veía en la película Carros de Fuego). No nos referimos al estudiante o al desempleado que tiene la confianza de que va a conseguir ese trabajo soñado o a finalizar sus estudios. Es esa sensación que la Iglesia Católica y el propio Cristo pide a todos los creyentes cuando habla de la virtud de la Fe.
Hitler es un modelo de fe. No estamos diciendo que haya sido un derroche de virtudes, sino que siempre creyó. Su obra, Mein Kampf (Mi Lucha), es un auténtico alegato a lo que él considera que será Alemania un día no muy lejano. Fue esta fe la que realmente hizo que Alemania y Europa conocieran el poder de Hitler.
Decíamos que debíamos imaginar. Imaginemos al joven Hitler en Viena. Un muchacho deseoso y con la fe puesta de que la vida le depararía algo grande. Aún no sabía el qué. Él pensaba, erróneamente, que la vida le depararía la oportunidad de ser uno de los mejores pintores de todos los tiempos. Tal era su fe. Hitler, de todas formas, no vio satisfechas sus pretensiones. Imaginen a un muchacho al que le han dicho que no, pero que está convencido de que tiene que convertirse en el mejor pintor de Austria. Necesitaba entonces, mantenerse en la capital. Comienza a desempeñar oficios mal pagados (barrendero, mozo de carga, albañil...). En todo momento, sin embargo, no deja de pintar cuadros, con la fe de que algún día el público considerará su obra digna de estar en los mejores museos.
Es ahora donde viene un apartado clave. Toda figura mítica (y Hitler lo es) no puede apoyarse sólo en su propia fe. El afianzamiento de la fe es algo imprescindible y en este caso la lectura fue un tema fundamental. Hitler descubre en la lectura de los clásicos, de la mitología nórdica y de la Historia casos heróicos de resistencia, de visión del poder, de vueltas del destino y de auténticos actos de fe. Es también, en estas lecturas y también en la propia estancia en Viena, cuando comienza a ver la realidad de la sociedad vienesa. Una sociedad corrupta, egocéntrica, donde sólo los ricos son capaces de disfrutar y donde no existen ni siquiera las mínimas dotaciones de servicios para el pueblo. Investiga y escucha: los judíos son los culpables de la situación.
No podemos culpar a Hitler de pensar lo que pensaban millones de alemanes, franceses y austríacos e incluso europeos en general. No en vano, el sentimiento antisemitista no lo inventó Hitler. Los judíos han estado toda la vida vinculados a la estafa económica y al escándalo político, del que nunca salieron desfavorecidos. Podemos no legitimar una idea por ser prejuiciosa, pero la idea del judío malo no es una simple asociación debido a la envidia o a una crisis económica. Ciertamente habría casos reprobables de judíos sin escrúpulos que extorsionaron a la gente del pueblo. El pueblo no se escandaliza porque un judío le quite los bienes a alguien. El pueblo se escandaliza porque un judío le quite los bienes injustamente a alguien o que otro judío vuelva a hacer lo que hicieron otros judíos antes.
Así pues, el joven Hitler fue perfilándose como un muchacho con deseos de ser pintor ante todo y que defendía en aquella Viena, en los cafés y/o con estudiantes y gente del pueblo, sus ideas, probablemente con vehemencia. En este sentido, Hitler no era más que muchos de nosotros cuando defendemos a un partido político o increpamos a los líderes del otro. Imaginemos a Hitler defendiendo con vehemencia juvenil el daño que los judíos están haciendo en la sociedad austríaca y la pérdida de valores de la parte germánica del Imperio Austro-Húngaro. El Imperio, heredero del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, era sólo un triste recuerdo de aquella gran época y la joven Alemania de aquel entonces encarnaba mucho mejor que la vieja Austria de los Habsburgo la visión universal del antiguo Imperio Germánico. Algo parecido pasó en la España posterior a 1898, donde el pesimismo era la tónica general de un inmenso imperio comido por la dejadez de sus gobernantes.
Hitler defiende a Alemania, como el que defiende a un club de fútbol y sus ideas políticas. Pero no nos engañemos. Hitler o cualquiera de nosotros, hasta ese momento, teníamos vidas parecidas. Tenemos nuestros trabajos y por las tardes o los fines de semana nos reunimos con amigos y familiares a hablar de política, fútbol o sucesos. Tenemos nuestra opinión y él tenía la suya. Entonces, llegó la suerte.
Hitler abandonó Austria y se instaló en Múnich. Es entonces cuando inesperadamente ocurrió el hecho que cambiaría la Historia de Europa y la Humanidad. La Primera Guerra Mundial ha comenzado y con ella, el joven Hitler se alista en el ejército alemán.
Algo que no entenderé nunca de los numerosos autores e historiadores de la figura de Hitler es considerar que la etapa de la Guerra fue determinante pero no iniciativa. Dicho de otra manera: la Guerra fue la que desencadenó los pensamientos que Hitler guardaba, como si Hitler hubiera sido siempre el führer, sin entender que la Guerra hizo otra actuación bien distinta. No es la Guerra la que confirma lo que ya Hitler sabía de Alemania, de los judíos o de la situación decrépita de Europa. Es la Guerra la que convierte a Hitler en el führer. Es en esto donde los tantísimos autores no han sabido ponerse de acuerdo o encontrar. Para ellos la Guerra fue un impulso y no el primer motor, justificando (¡cómo no!) que la figura del canciller alemán fue obra y gracia del antisemitismo, tesis compartida, sobre todo, por los ganadores de la Segunda Guerra Mundial y cuya contradicción puede acarrear a muchos académicos la expulsión de los círculos intelectuales más importantes del mundo (círculos que, por otro lado, están todavía dominados por intelectuales judíos).
Tratemos de imaginar nuevamente la situación que Hitler vivió en la Guerra. Aquel pintor, con ideas las que fueran, pero no distintas a las suyas, a las mías o a las de aquél, en el sentido de que no eran más que conversaciones y opiniones, se encuentra en la tesitura de estar codo con codo con compañeros que tratan de defender por las armas su derecho. ¡El derecho a defender (literalmente) las ideas, la integridad y sobre todo el futuro de Alemania, Europa y el Mundo! ¿Es que acaso puede alguien no imaginar que en la mente del muchacho empezó a gestarse una idea? ¡Esa era la respuesta a su fe! Siempre creyó que el futuro le aguardaba algo grande. Eso grande no era, sin embargo, convertirse en el mejor pintor de Alemania, sino contribuir a la salvación del pueblo alemán de la destrucción, como hizo Lot ante Sodoma.
Pero todo esto que estamos mencionando no puede entenderse desde un plano racional. Hemos de poner emoción. Es totalmente incierto e increíble pensar que aquel muchacho de 25 años, soldado raso del ejército alemán por Baviera, tuviera en su cabeza la idea de llegar a ser, ni por asomo, el führer (a no ser que como nos ha ocurrido a todos, imaginemos las cuentas de la lechera: "con lo que gane hoy compraré una vaca que me dará mucha más leche con la que compraré dos vacas, etc."). Exceptuando la especulación entusiasta que todos hemos tenido en cualquier aspecto de nuestra vida, lo cierto es que podemos imaginar a Hitler como un Héctor o un Aquiles moderno del conflicto internacional de 1914, pero no como un jefe supremo o comandante al mítico estilo de Alejandro Magno. Ese no es el Hitler real y quien quiera verlo así, confunde causa con efecto.
De todas maneras, es aquí donde comprenderá al fin su misión vital. Para quien no haya estado trabajando en equipos, por ejemplo, en la construcción, en la industria, el ejército o la marina, le resulta muy difícil entender lo que es estar inmerso en un grupo heterogéneo e indisciplinado y en donde la visión del líder cuenta más bien poco. Es en estos grupos, liderados a veces, tristemente, por jefes pusilánimes, donde las personas como Hitler, conscientes de su potencial, pueden ser sacrificados o pueden salir victoriosos. No será la primera vez y la última que el más capacitado de la oficina ha logrado ascender en poco tiempo o ha sido despedido en tiempo record (esto último lo más habitual). De todas maneras, existen dos diferencias fundamentales entre la Guerra y la oficina y entre Hitler y otros como él. La primera es que en la oficina surge una vacante que se cubre, tarde o temprano. Una vacante en la Guerra raramente se cubre y si se cubre, el sustituto es francamente peor que el anterior. De ahí que los mandos, en la Guerra, traten de mantener lo más cohesionado posible al grupo y que a los soldados más problemáticos se les enderece desde el principio o bien se les recompense para que estos sirvan de refuerzo positivo al grupo. La segunda diferencia es que Hitler era un auténtico "cabeza cuadrada", un hombre de honor, incapaz de dejar su puesto, abandonar a un compañero o injuriar a un superior. De esto dan fe sus ex-compañeros de aquella fecha. Hitler fue el ejemplo del buen soldado alemán: serio, firme y decidido. No en vano, recibió dos veces la Cruz de Hierro. Es en mitad de las trincheras, el olor a pólvora y mediante la observación de sus timoratos compañeros donde Hitler entiende que él está totalmente por encima de sus compañeros y que si algo positivo puede salir de esas trincheras, sin duda, le está esperando a él. Durante la Guerra, él será capaz de ser un grandísimo psicólogo: puede predecir el miedo, las reacciones de sus compañeros ante las órdenes, la capacidad del ser humano ante la Guerra, la palabra como medio de alentar a sus compañeros acobardados. Se queda en cabo, pero ha aprendido tanto de esta experiencia, que señoras y señores, ha nacido el nuevo Führer de Alemania.
Proximamente, hablaremos de qué ocurrió después.
Tras la pregunta, el lector verá pasar por su cabeza multitud de pensamientos. Algunos seguirán leyendo con ávida curiosidad. Otros tendrán una visión atroz del líder austríaco y su rencor hacia los actos de Hitler le harán rechazar cualquier hipótesis. Unos pocos tratarán de culpar a un pueblo inepto y corrupto. Unos pocos fanáticos pensarán que fue su discurso real y sincero el que hizo rendirse a toda Europa. Otros dirán que Hitler no hizo más que sentarse y dejar que los disciplinados alemanes hicieran lo mismo que hacen ahora, trabajar y tratar de ser los mejores. Quizá nunca encontremos la respuesta, pero tratemos de conocer mejor, sin prejuicios, a este señor llamado Adolfo y que la Historia lo colocó en un momento en el que quizá (o no) tuvo que estar.
El inconsciente, individual o colectivo, nos juega a veces malas pasadas. ¿Por qué hago esto si no quería o por qué siento miedo al ver pasar a cierto animal? Quizá la respuesta esté en un miedo ancestral del ser humano, quizá en una experiencia cuando aún éramos bebés, pero sea como sea todo queda finalmente grabado en lo más profundo del cerebro. Tampoco deberíamos, empero, culpar siempre al subconsciente: los seres humanos necesitamos hechos palpables para tomar decisiones.
Todo parecía indicar que Hitler sería un muchacho más del entonces convulso Imperio Austro-Húngaro, sin embargo algo mucho más grande le fue destinado. Como hemos dicho, no fue un gran estudiante y por lo que él mismo confesaba su gran sueño había sido convertirse en un pintor importante. Ya ven, un Van Gogh o un Renoir austríaco. En todo caso, su arte fue totalmente incomprendido o al menos poco apreciado por los académicos y profesores de universidad de la Escuela de Arte.
No podemos aquí seguir sin usar la imaginación. Sin ella no podremos jamás comprender cómo ocurrió lo que ocurrió. ¿Qué haría un muchacho del siglo XXI que quiere estudiar en la universidad y al que no admiten en ninguna carrera? En la mayor parte de los casos, probablemente decidiría trabajar en cualquier cosa. Posteriormente, al ganar dinero y no ser emprendedor, estaría siempre con miedo de perder su escueto empleo, lo que finalmente le haría no iniciar aquellos estudios que deseaba. Otra historia, en caso de que el chico pueda ser mantenido por sus padres, será que durante un año completo estará en casa viendo la televisión, visitando a sus amigos universitarios en la cafetería de la universidad o incluso haciendo algún viaje "para aprender inglés". Luego, al año siguiente, si puede entrar en la universidad, pues bien; si no, otro año en la empresa de un amigo de su padre, o trabajará como el muchacho de la primera historia o se escudará en que no hay trabajo y pasará otro año más como el anterior. Las dos historias finalizan del mismo modo: esos chicos acabarán trabajando donde puedan y se quejarán el resto de su vida de su mala suerte o en el mejor de los casos olvidarán sus sueños de juventud y serán lo más felices que puedan.
Hitler fue otra cosa. Hay que imaginar, repito. Hitler, además de todo lo que vamos a contar, contó con algo inesperado. Tuvo suerte. No nos referimos a buena suerte, sino que él estaba allí en el momento justo. De haber sido otro el que hubiera estado allí, la Historia hubiera cambiado radicalmente. O si la I Guerra Mundial no hubiera finalizado en 1919, sino sólo 3 años antes, no hubiera existido quizá el gobierno de Hitler. Imaginemos, por tanto, a un muchacho que deja su pueblo para ir a Viena. Hitler no era un chico normal. Hitler era limitado quizá en algunos aspectos, pero siempre demostró una confianza en que todo iba a ir bien. Esa es una sensación que no todos son capaces de sentir. Conocer internamente que una divinidad, el destino o la vida va a darnos la oportunidad de demostrar nuestra valía es un sentimiento tan extraño que por mucho que se explique quizá no se pueda sentir en cabeza ajena. No nos estamos refiriendo aquí a la sensación del velocista, ante la final de los 100 m lisos, que pide a Dios que le dé fuerza (como se veía en la película Carros de Fuego). No nos referimos al estudiante o al desempleado que tiene la confianza de que va a conseguir ese trabajo soñado o a finalizar sus estudios. Es esa sensación que la Iglesia Católica y el propio Cristo pide a todos los creyentes cuando habla de la virtud de la Fe.
Hitler es un modelo de fe. No estamos diciendo que haya sido un derroche de virtudes, sino que siempre creyó. Su obra, Mein Kampf (Mi Lucha), es un auténtico alegato a lo que él considera que será Alemania un día no muy lejano. Fue esta fe la que realmente hizo que Alemania y Europa conocieran el poder de Hitler.
Decíamos que debíamos imaginar. Imaginemos al joven Hitler en Viena. Un muchacho deseoso y con la fe puesta de que la vida le depararía algo grande. Aún no sabía el qué. Él pensaba, erróneamente, que la vida le depararía la oportunidad de ser uno de los mejores pintores de todos los tiempos. Tal era su fe. Hitler, de todas formas, no vio satisfechas sus pretensiones. Imaginen a un muchacho al que le han dicho que no, pero que está convencido de que tiene que convertirse en el mejor pintor de Austria. Necesitaba entonces, mantenerse en la capital. Comienza a desempeñar oficios mal pagados (barrendero, mozo de carga, albañil...). En todo momento, sin embargo, no deja de pintar cuadros, con la fe de que algún día el público considerará su obra digna de estar en los mejores museos.
Es ahora donde viene un apartado clave. Toda figura mítica (y Hitler lo es) no puede apoyarse sólo en su propia fe. El afianzamiento de la fe es algo imprescindible y en este caso la lectura fue un tema fundamental. Hitler descubre en la lectura de los clásicos, de la mitología nórdica y de la Historia casos heróicos de resistencia, de visión del poder, de vueltas del destino y de auténticos actos de fe. Es también, en estas lecturas y también en la propia estancia en Viena, cuando comienza a ver la realidad de la sociedad vienesa. Una sociedad corrupta, egocéntrica, donde sólo los ricos son capaces de disfrutar y donde no existen ni siquiera las mínimas dotaciones de servicios para el pueblo. Investiga y escucha: los judíos son los culpables de la situación.
No podemos culpar a Hitler de pensar lo que pensaban millones de alemanes, franceses y austríacos e incluso europeos en general. No en vano, el sentimiento antisemitista no lo inventó Hitler. Los judíos han estado toda la vida vinculados a la estafa económica y al escándalo político, del que nunca salieron desfavorecidos. Podemos no legitimar una idea por ser prejuiciosa, pero la idea del judío malo no es una simple asociación debido a la envidia o a una crisis económica. Ciertamente habría casos reprobables de judíos sin escrúpulos que extorsionaron a la gente del pueblo. El pueblo no se escandaliza porque un judío le quite los bienes a alguien. El pueblo se escandaliza porque un judío le quite los bienes injustamente a alguien o que otro judío vuelva a hacer lo que hicieron otros judíos antes.
Así pues, el joven Hitler fue perfilándose como un muchacho con deseos de ser pintor ante todo y que defendía en aquella Viena, en los cafés y/o con estudiantes y gente del pueblo, sus ideas, probablemente con vehemencia. En este sentido, Hitler no era más que muchos de nosotros cuando defendemos a un partido político o increpamos a los líderes del otro. Imaginemos a Hitler defendiendo con vehemencia juvenil el daño que los judíos están haciendo en la sociedad austríaca y la pérdida de valores de la parte germánica del Imperio Austro-Húngaro. El Imperio, heredero del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, era sólo un triste recuerdo de aquella gran época y la joven Alemania de aquel entonces encarnaba mucho mejor que la vieja Austria de los Habsburgo la visión universal del antiguo Imperio Germánico. Algo parecido pasó en la España posterior a 1898, donde el pesimismo era la tónica general de un inmenso imperio comido por la dejadez de sus gobernantes.
Hitler defiende a Alemania, como el que defiende a un club de fútbol y sus ideas políticas. Pero no nos engañemos. Hitler o cualquiera de nosotros, hasta ese momento, teníamos vidas parecidas. Tenemos nuestros trabajos y por las tardes o los fines de semana nos reunimos con amigos y familiares a hablar de política, fútbol o sucesos. Tenemos nuestra opinión y él tenía la suya. Entonces, llegó la suerte.
Hitler abandonó Austria y se instaló en Múnich. Es entonces cuando inesperadamente ocurrió el hecho que cambiaría la Historia de Europa y la Humanidad. La Primera Guerra Mundial ha comenzado y con ella, el joven Hitler se alista en el ejército alemán.
Algo que no entenderé nunca de los numerosos autores e historiadores de la figura de Hitler es considerar que la etapa de la Guerra fue determinante pero no iniciativa. Dicho de otra manera: la Guerra fue la que desencadenó los pensamientos que Hitler guardaba, como si Hitler hubiera sido siempre el führer, sin entender que la Guerra hizo otra actuación bien distinta. No es la Guerra la que confirma lo que ya Hitler sabía de Alemania, de los judíos o de la situación decrépita de Europa. Es la Guerra la que convierte a Hitler en el führer. Es en esto donde los tantísimos autores no han sabido ponerse de acuerdo o encontrar. Para ellos la Guerra fue un impulso y no el primer motor, justificando (¡cómo no!) que la figura del canciller alemán fue obra y gracia del antisemitismo, tesis compartida, sobre todo, por los ganadores de la Segunda Guerra Mundial y cuya contradicción puede acarrear a muchos académicos la expulsión de los círculos intelectuales más importantes del mundo (círculos que, por otro lado, están todavía dominados por intelectuales judíos).
Tratemos de imaginar nuevamente la situación que Hitler vivió en la Guerra. Aquel pintor, con ideas las que fueran, pero no distintas a las suyas, a las mías o a las de aquél, en el sentido de que no eran más que conversaciones y opiniones, se encuentra en la tesitura de estar codo con codo con compañeros que tratan de defender por las armas su derecho. ¡El derecho a defender (literalmente) las ideas, la integridad y sobre todo el futuro de Alemania, Europa y el Mundo! ¿Es que acaso puede alguien no imaginar que en la mente del muchacho empezó a gestarse una idea? ¡Esa era la respuesta a su fe! Siempre creyó que el futuro le aguardaba algo grande. Eso grande no era, sin embargo, convertirse en el mejor pintor de Alemania, sino contribuir a la salvación del pueblo alemán de la destrucción, como hizo Lot ante Sodoma.
Pero todo esto que estamos mencionando no puede entenderse desde un plano racional. Hemos de poner emoción. Es totalmente incierto e increíble pensar que aquel muchacho de 25 años, soldado raso del ejército alemán por Baviera, tuviera en su cabeza la idea de llegar a ser, ni por asomo, el führer (a no ser que como nos ha ocurrido a todos, imaginemos las cuentas de la lechera: "con lo que gane hoy compraré una vaca que me dará mucha más leche con la que compraré dos vacas, etc."). Exceptuando la especulación entusiasta que todos hemos tenido en cualquier aspecto de nuestra vida, lo cierto es que podemos imaginar a Hitler como un Héctor o un Aquiles moderno del conflicto internacional de 1914, pero no como un jefe supremo o comandante al mítico estilo de Alejandro Magno. Ese no es el Hitler real y quien quiera verlo así, confunde causa con efecto.
De todas maneras, es aquí donde comprenderá al fin su misión vital. Para quien no haya estado trabajando en equipos, por ejemplo, en la construcción, en la industria, el ejército o la marina, le resulta muy difícil entender lo que es estar inmerso en un grupo heterogéneo e indisciplinado y en donde la visión del líder cuenta más bien poco. Es en estos grupos, liderados a veces, tristemente, por jefes pusilánimes, donde las personas como Hitler, conscientes de su potencial, pueden ser sacrificados o pueden salir victoriosos. No será la primera vez y la última que el más capacitado de la oficina ha logrado ascender en poco tiempo o ha sido despedido en tiempo record (esto último lo más habitual). De todas maneras, existen dos diferencias fundamentales entre la Guerra y la oficina y entre Hitler y otros como él. La primera es que en la oficina surge una vacante que se cubre, tarde o temprano. Una vacante en la Guerra raramente se cubre y si se cubre, el sustituto es francamente peor que el anterior. De ahí que los mandos, en la Guerra, traten de mantener lo más cohesionado posible al grupo y que a los soldados más problemáticos se les enderece desde el principio o bien se les recompense para que estos sirvan de refuerzo positivo al grupo. La segunda diferencia es que Hitler era un auténtico "cabeza cuadrada", un hombre de honor, incapaz de dejar su puesto, abandonar a un compañero o injuriar a un superior. De esto dan fe sus ex-compañeros de aquella fecha. Hitler fue el ejemplo del buen soldado alemán: serio, firme y decidido. No en vano, recibió dos veces la Cruz de Hierro. Es en mitad de las trincheras, el olor a pólvora y mediante la observación de sus timoratos compañeros donde Hitler entiende que él está totalmente por encima de sus compañeros y que si algo positivo puede salir de esas trincheras, sin duda, le está esperando a él. Durante la Guerra, él será capaz de ser un grandísimo psicólogo: puede predecir el miedo, las reacciones de sus compañeros ante las órdenes, la capacidad del ser humano ante la Guerra, la palabra como medio de alentar a sus compañeros acobardados. Se queda en cabo, pero ha aprendido tanto de esta experiencia, que señoras y señores, ha nacido el nuevo Führer de Alemania.
Proximamente, hablaremos de qué ocurrió después.
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