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jueves, 29 de noviembre de 2012

El problema fundamental de la Economía (II)

Siguiendo con línea de discusión que ya iniciamos en El problema fundamental de la Economía, hoy trataremos de establecer la relación dinero (o poder monetario) con riqueza.
 
Parece lógico pensar que la persona rica o el país rico es aquel que tiene mayor poder monetario, o lo que es lo mismo, el que más dinero tiene. Si queremos ser puristas, esto no sería más que asimilar la riqueza al poder financiero (es decir, la liquidez) de un país. Así, por ejemplo, si EE.UU. tiene puesto en circulación 1 billón (español) de dólares, mientras que México tiene puesto en circulación 10 000 millones de dólares (o lo que es lo mismo, un billón americano de dólares), EE.UU. es por consiguiente más rico que México.
 
Así ocurriría con las personas: el que tiene diez millones de dólares en el banco es más rico que quien tiene un millón de dólares. Donde dijimos dólares podemos decir libras o euros. Eso da igual. Lo que queremos decir aquí es que por regla general llamamos rico a quien tiene mucho dinero, lo cual no es rigurosamente cierto. De hecho, a nadie pasa desapercibido que un millonario con sólo 1 millón en el banco pero con una mansión de 2000 m2 construidos, es más rico que quien tiene 1,5 millones. Así, por tanto, podríamos decir que el más rico es aquel que tiene más dinero y posesiones en conjunto.
 
Si nos fijamos, a partir de aquí podríamos empezar a establecer nuevos valores o indicativos de riqueza: bonos del estado, préstamos, alquileres, empresas, etc. Y es aquí donde nos desviamos del auténtico principio fundamental de la economía, que es conocer la riqueza real de cada uno, que es en definitiva la capacidad de disponer de recursos. Una persona rica es capaz de acceder a mayor cantidad de recursos pero también a mayor variedad de los mismos.
 
Ya fue Adam Smith el que consideraba que el valor de la economía de un país era el valor de su trabajo y no el valor de su dinero. Esto es rigurosamente cierto: un pueblo con gran variedad de trabajos y de trabajadores es un pueblo desarrollado y rico. El desempleo es siempre síntoma de empobrecimiento. Un país que viva exclusivamente de recurso financiero pero tenga una población sumida en el desempleo es una sociedad pobre. Esto es lo que ocurre actualmente en España: es una sociedad con empresas y bancos excelentes, pero esas mismas empresas no son capaces de generar empleo, sino exclusivamente dinero. O dicho de otra manera: los grandes empresarios son cada vez más ricos y los pequeños empresarios y trabajadores se van empobreciendo, al tiempo que existe un empobrecimiento generalizado de actividades y por tanto una necesidad de importación cada vez mayor.
 
Se dice que uno de los principales motivos por los que España es uno de los países pobres de Europa (a pesar de lo que digan los mal llamados "analistas") es su incapacidad de haber entendido nunca que la riqueza de una nación está en la industrialización y en la complejidad de sus actividades y no en negocios rentables o muy rentables. Es decir, si tenemos en cuenta que España invierte o considera como sector principal el sector turístico o el sector de la construcción, es que después de muchos siglos no ha aprendido nada.
 
Se dice que cuando España aún no era España, principalmente en el Reino de Castilla se estableció una serie de agrupaciones de pastores transhumantes (es decir, que llevaban el ganado a pastar del norte al sur en invierno y del sur al norte en verano) que con el tiempo se unificaron en lo que se llamó Concejo de la Mesta. Los miembros de este órgano se dedicaban fundamentalmente al comercio de la lana, que era de una calidad excelente. Los castellanos, en lugar de organizar en torno a su recurso natural una serie de manufacturas textiles, ávidos de una riqueza fácil de ganar, vendían sus lanas a los países del norte, principalmente Flandes e Inglaterra, donde se confeccionaban los paños (el famoso "paño inglés"). Estos paños, posteriormente, debido a su alta calidad, se vendían a toda Europa y por consiguiente también a Castilla, donde su precio, al comprender la mano de obra y el transporte, era más caro que si hubiera sido confeccionado en el mismo país. Por tanto, Castilla fue perdiendo poco a poco su riqueza natural y para poder subsistir y seguir comprando paño, debía vender más lana, que era más barata que el paño. Tras este paréntesis de la Edad Media, Castilla, esta vez configurada dentro de España, tuvo otra oportunidad histórica al disponer de ingentes cantidades de oro de América, pero cometió un error: el mismo Adam Smith afirma que con el aumento de las remesas de oro y plata, aumentó la oferta de estos metales, lo que si bien provocó en sus inicios un aumento del poder adquisitivo de España, pronto desembocó en un aumento de la inflación.
 
En cualquier caso, España siempre ha cometido excesivos errores en materia económica y ahora vuelve a hacerlo.
 
Otra cuestión que está muy relacionada con el trabajo y la riqueza es el creciente aumento de la esperanza de vida. En sí, Malthus ya pronosticaba que el aumento de la población y de la esperanza de vida haría casi imposible que la humanidad no pereciera de hambre, al haber miles de millones de individuos en el planeta. Si bien algunas tesis marxistas sostienen la capacidad del ser humano de encontrar soluciones para sobrevivir, no es menos cierto que a estas alturas las teorías malthusianas son mayoritarias frente a aquellas.
 
Sin entrar en detalles, que ya veremos en otra entrega, lo cierto es que el gran reto de los próximos años, décadas y siglos será cómo en un mundo cada vez más tecnificado y por tanto con menor necesidad de mano de obra humana y con una mayor esperanza de vida, y por tanto con una incapacidad creciente de mantener pensiones de jubilación, será posible repartir de forma justa y equitativa los recursos, tal y como venimos haciendo actualmente.
 
El reto no es fácil, pero a diferencia de lo que políticos, sociólogos y economistas plantean, que no es ni más ni menos que una ruptura con los sistemas económicos actuales, se puede plantear una posible solución satisfactoria para casi todo el mundo (salvo para, obviamente, las grandes corporaciones mundiales): el trabajo pseudoartesanal.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Los falsos mitos de los grupos humanos

La necesidad de relación es tan fuerte en el ser humano que desde su propio nacimiento se le obliga a pertenecer a un grupo. Si un bebé recién nacido no es ayudado por su grupo familiar, el bebé percerá a las pocas horas. Esta situación de necesidad de pertenencia se va tornando cada vez más frecuente, hasta tal punto que se obliga al individuo a pertenecer al mayor grupo de todos: la sociedad.

Cuando un grupo es demasiado pequeño y sobre todo les une a sus miembros lazos de sangre (familia), el grupo resulta un ente demasiado emocional como para prosperar y mejorar. No es que ninguna familia pueda prosperar (de hecho casi todas las familias prosperan al menos parcialmente), sino que el pensamiento colectivo se ve más condicionado por opiniones personales o intuiciones que en hechos contrastados y bien medidos. De hecho, incluso este punto no depende del nivel socioeconómico de la familia, sino que depende casi exclusivamente en el nivel intelectual y capacidad de educar de los progenitores, los cuales pueden afectar positivamente el desarrollo mental y social de los hijos y nietos.
 
La sociedad, en cambio, es tan grande que no se puede entender a la misma como un grupo homogéneo, sino un grupo tendente a la crisis continua, en el sentido de que incluso en épocas de bonanza surgen disensiones en su seno, lo que la convierten en un organismo vivo.
 
Quedan entonces los grupos de mediano tamaño. Estos grupos pueden contener a dos personas o a millones de ellas, pero incluso así miles de personas no representan a la sociedad en su conjunto, ya que la sociedad es todo.

Esto nos lleva a un pensamiento lógico: ¿qué me aporta realmente el grupo?¿Por qué siempre se ha dicho que el ser humano es un animal social? Hemos visto que la pertenencia a la sociedad es una obligación, ya que no podemos deshacernos de ella en ningún caso, salvo en el completo aislamiento, y que la pertenencia a la familia es más una cuestión emocional que racional. Sin embargo, la pertenencia a cualquier otro grupo es totalmente libre y nadie debería imponernos esta condición.

En ocasiones muchos políticos o personajes influyentes, incluidos filósofos, pretenden equiparar a un grupo determinado con la sociedad determinada. Por ejemplo, es bien sabido que a los universitarios se les suele exigir, al menos socialmente, tener una mentalidad más bien abierta al diálogo y a la tolerancia. Resulta poco recomendable tener ideas libres más allá de las indicaciones de los poderes sociales (universidades, sindicatos, organizaciones no gubernamentales o incluso los periodistas). Esto convierte a los librepensadores en figuras excéntricas o en figuras condenables.

Dicen que en internet han quedado los últimos pensadores auténticamente libres. No obstante, ellos también están sujetos al grupo de los neoliberales. No son auténticamente independientes o libres. Las personas independientes son aquellas que pueden decir lo que piensan y no sólo quieren decir lo que piensan. Este punto es muy importante: de nada sirve decir lo que se piensa si ni siquiera se está seguro de las afirmaciones que se vierten. Puedo llevarme horas diciendo en esta colección de artículos cosas, que si no son ciertas o no tienen un fin poético o literario, de nada me sirven y lo más importante: a ningún otro tampoco les sirve.

Yo les invito a renunciar a cualquier tipo de grupo, siempre que éste tenga propósitos escondidos al margen de sus integrantes. El enriquecimiento personal, cosa propia de políticos y de los jerarcas de las asociaciones, o la perseverancia en la mentira, como hacen los grupos organizados de izquierda o derecha extreman, no van a ayudarnos a ser miembros de pleno derecho de un grupo.

Cabe entonces preguntarse si la respuesta es la soledad. No. Un grupo debe permitir el desarrollo individual, por encima de todo. Si un grupo rechaza el desarrollo individual por el grupal, entonces es un mal grupo. No nos engañemos: el fin del grupo debe ser siempre el desarrollo social, económico y emocional de sus integrantes y no su supervivencia. Esto nadie lo entendió. El fin de una organización no gubernamental, como la Cruz Roja, no es la pervivencia eterna de la entidad, sino dar servicio a sus usuarios. No se podría concebir la Cruz Roja realizando recortes por tener poco dinero. Es necesario sacrificar el grupo, si fuera necesario, por el individuo.

Sólo hay un grupo que, por sus características, no puede ser nunca entendido de esta manera. Es la sociedad. La sociedad, como hemos dicho, es un grupo al que se pertenece por obligación y por tanto no nos podemos alejar de ella. Sin embargo, la sociedad no nos pide nada a cambio, salvo existir. Es un falso mito el hecho de que cada uno de nosotros está obligado a devolver a la sociedad lo que ella nos proporciona, entre otras cosas porque la sociedad no proporciona nada, ya que tampoco tiene por qué hacerlo. No es cierto aquello de que la sociedad nos proporciona educación o sanidad. Rotundamente falso. Es nuestro propio trabajo el que nos lo proporciona. Si en estos momentos ocurriera una hecatombe, la sociedad desaparecería y sin embargo seríamos capaces de proporcionar a los demás sanidad o educación. No es la sociedad, sino el buen trabajo individual el que mantiene al mundo vivo. La sociedad no es más que una circunstancia y por esto mismo no puede pedirnos, al igual que no le pedimos nada a los microbios de nuestro estómago, ya que si tratamos de exigirles o incluso amenazarlos con matarlos, estaríamos atentando contra nuestra propia existencia.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Experimentos genéticos

Debemos entender que estamos en la edad de la experimentación. Quizá no ha habido jamás en la Historia una época más acelerada en cuanto a adelantos tecnológicos. No en vano cada día nos encontramos con algún nuevo invento sorprendente. En esta tesitura no es de extrañar que la genómica se haya convertido en definitiva en una auténtica rama fundamental de la ciencia actual.
 
El ser humano, desde sus orígenes, siempre fantaseó con la posibilidad de que existieran animales mitad hombre, mitad animal o con la capacidad de comunicación entre animales y hombres. Es altamente significativo que hoy se esté a las puertas e incluso se haya detectado algún que otro caso de éxito de transmutación genética.
 
Dejemos a un lado la posible fantasía o incluso el ansia de misterio habitual en el ser humano acerca de culturas ancestrales que fueron capaces de conseguir nuestro nivel tecnológico y hablemos de los peligros potenciales de estas prácticas. En los siguientes renglones veremos la realidad que existe sobre estos experimentos monstruosos.
 
Quizá no todos hayamos leído el extraordinario relato de Mary Shelley Frankenstein o El Moderno Prometeo. En dicho relato lo importante no es, como se suele pensar, que un científico loco quería crear un monstruo llamado Frankenstein, sino todo lo contrario. El doctor Frankestein, eminente médico según nos cuenta el relato de Shelley, era un eminente médico que atraído por los recientes descubrimientos del italiano Volta sobre los efectos de la corriente eléctrica en los músculos de animales muertos, los cuales se movían como si estuvieran vivos, decide resucitar a un hombre de entre los muertos. El caso es que a nuestro doctor le sale bien el experimento (de hecho, suele haber bastantes casos de reanimación cardíaca actualmente y no resulta esto nada extraño) pero el reanimado en lugar de ser un sujeto más o menos normal  resulta ser una especie de diablo o de concentrador del mal. El caso es que el experimento se revuelve contra su propio creador, causándole toda clase de problemas e incluso persiguiéndolo con propósitos de todo tipo, más concretamente su muerte.
 
La ingeniería genética está proporcionando situaciones algo parecidas. Al extraño concepto de mezcla genética se une el completo desconocimiento de los posibles efectos nocivos sobre la salud y sobre el medioambiente de las nuevas especies. De hecho, esta denominación es la correcta: una cabra que incorpore genes de araña o una semilla de maíz que incorpora genes de rata no pueden ser, ni mucho menos, considerados como cabras y semillas de maíz. Podemos llamarlos descendientes de ... o que tienen una base genética principalmente de ... pero estas mezclas van claramente contra cualquier principio de selección natural y de diversificación de especies.
 
Lo curioso de esto es que la mayor parte de los ecologistas y detractores de estas mezclas monstruosas sólo hablan de los daños medioambientales y los potenciales efectos contra la salud. Sin embargo, no hacen referencia a otros aspectos que son tan importantes o más que éstos, como son la incapacidad de controlar tiempos (es decir, la impaciencia propia del experimentador) y sobre todo los conflictos éticos que existen.
 
Respecto a la influencia sobre la salud y el medioambiente, no podemos ni siquiera afirmar que sean o no nocivos. No hay experimentación al respecto. Es decir, las empresas alegan que son completamente inocuos, sin embargo nadie ha sido capaz de pronosticar los efectos a largo plazo en los organismos. Tampoco podemos hacer caso a algunos informes que aseguran que los ratones con que experimentaron murieron todos de cáncer o dolencias similares. No hay suficiente experimentación para afirmarlo.
 
Lo cierto es que no hay motivo para alarmarse sobre los experimentos genéticos, siempre y cuando no supongan contravenir la delgada línea entre el ser humano y Dios. Jugar a ser Dios es siempre peligroso, como afirmaba Shelley, ya que lo más probable es que nuestro juego se vuelva contra nosotros.
 
Los experimentos genéticos deberían ser realizados como se realizan otros muchos descubrimientos científicos: por necesidad. La experimentación no como método sino como fin debe ser siempre rechazada, por ser contraria al método científico y por ser foco de posibles incidentes colaterales, ya que como cualquier científico sabe, la experimentación no es más que aislar un sistema del entorno y aplicarle las leyes sobre las que se sostiene la hipótesis. Veamos un ejemplo.
 
Supongamos que queremos medir la velocidad exacta de un cuerpo cuando cae. Si queremos realizar el experimento correctamente, deberemos aislar el sistema de la acción, por ejemplo, del viento. Lo mismo ocurre con la experimentación de cualquier tipo y en particular con la genética: es necesario aislar a los sujetos de estudio de posibles interacciones. El problema es que al hacer el estudio con las interacciones, el resultado puede ser tremendamente distinto. Esto es lo que estamos seguros de que no cumplen la mayoría de los laboratorios de ingeniería genética: no son totalmente científicos y rigurosos, sino simplemente tratan de justificar unos fondos que hay que usar para la experimentación.
 
Conclusión: la experimentación se convierte en el fin para recibir el dinero y por tanto no es un medio, sino un fin.
 
La experimentación en genética abre unas vías notables para la cura de enfermedades hereditarias, pero lo cierto es que abre también una fuente ilimitada de misterio y de incertidumbre. Es cierto que en todo caso, los componentes básicos de cualquier ser vivo son los mismos que para otros seres vivos, semejantes o no y que por tanto comerse una vaca no traerá más consecuencias que comerse una vaca modificada genéticamente. Sin embargo, al igual que la araña genera un veneno, ¿por qué no podría un animal genéticamente modificado desarrollar potencialmente un veneno para sí mismo o para otros que antes no fabricaba?
 
El problema de la modificación del ADN no es cambiarlo. El problema es que al cambiar algunos de los ladrillos por otros, éstos encajen perfectamente en los huecos abiertos. No será la primera vez que una obra se cae porque un mal albañil quiso tapar agujeros de la única manera que él consideraba que se podía.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Hacia una Segunda Edad Media

La Edad Media es quizá el período más fascinante de la Historia. Si bien otros períodos de la Historia son oscuros, como ocurre en el paleolítico o en el neolítico, la Edad Media representa el final de una época de esplendor sin igual y el inicio de un nuevo período oscuro.

Es cierto que ninguna época ha fascinado tanto a los historiadores y al público en general como la Edad Media y sin embargo sea una época tan ampliamente desconocida en su profunda realidad. Tanto la época romántica del siglo XIX como las sucesivas películas del siglo XX que versan sobre el tema han mostrado siempre una cara dispar ante esa época. Además hay que añadir que los relatos fantásticos ambientados en la época (como El Señor de los Anillos o Ivanhoe) contribuyeron a establecer una profunda brecha entre héroes y villanos, sentido que hemos retenido en nuestra memoria colectiva.
 
Por centrarnos en la misma esencia de la Edad Media, ésta no es más que un período histórico que se considera iniciado en el año 476, con la deposición de Rómulo Augústulo, el último emperador romano occidental y que acaba en 1453. Es decir, es un período que abarca casi 1000 años, que aunque pueden parecer una barbaridad pocos son en comparación con la Historia del Egipto faraónico o la Historia de compartida de griegos y romanos.
 
¿Por qué entonces tanto interés por la Edad Media? Insisto en que si bien otras épocas pueden resultar interesantes o hechizantes, la Historia de la Edad Media provoca en el espectador una especial devoción, mucho mayor que otros períodos históricos. La respuesta está en que la Edad Media representa un período de transición, donde un puñado de pueblos bárbaros, en muchos casos mucho menos civilizados que los romanos, fueron capaces de destruir dicha civilización y sobre todo devolvieron a Europa a un pozo sin fondo, en el cual era más fácil morir que sobrevivir.
 
Por primera vez en la Historia ocurría una evolución regresiva, es decir, la Humanidad, en lugar de avanzar se estancó y perdió tanto la fe antigua como el conocimiento. Únicamente se pudo rescatar en algunos santuarios, en el sentido más literal de la palabra, algunos libros que contenían el saber de los antiguos griegos y romanos, a la par que se desarrollaban otras creencias, como el cristianismo, descartándose las antiguas tradiciones paganas.
 
Hay que matizar una cosa sobre la Edad Media. La primera es que ésta comienza con el fin del Imperio Romano. Si bien algunos autores admiten que hasta la llegada del Islam no hubo una ruptura total con el mundo romano (principalmente porque muchos países islámicos aún eran cristianos y porque el feudalismo no estaba completamente desarrollado), es cierto que no se pueden despreciar alrededor de 150 años de Historia como si no hubieran ocurrido. De hecho, algunas de las naciones más importantes del mundo, como Alemania o Francia, son herederas directas de estos reinos surgidos de esta primera etapa de la Edad Media.
 
Lo segundo que hay que matizar es que se piensa que el conocimiento desapareció en la Edad Media y que quedó relegado a unos pocos monasterios. Es cierto que el conocimiento académico, el conocimiento de los libros, quedó encerrado entre cuatro paredes. Las matemáticas, la filosofía... Ciertamente no eran buenos tiempos para practicarlas cuando quemaban pueblos un día sí y otro no. Sin embargo hay que destacar que a pesar de que no hubo evolución real de estas ciencias hasta finales de la Edad Media, no ocurrió así con la técnica, la ingeniería o la arquitectura. Sin ir más lejos, y quizá esto es lo más apasionante de esta época, no hubo mayor número de adelantos técnicos en materia militar que en aquellos siglos. Sin ningún método científico, se fabricaban catapultas, cañones, se investigaba sobre las propiedades del acero (templado, el colado, la fundición, etc.) o se usaba hasta la pólvora, un espectáculo festivo chino, para disparar balas.
 
Por último, hay que destacar que en esta época todo era posible en materia de Estado. Pequeños principados que prosperaban y se convertían en ricos reinos, imperios que se desquebrajaban en luchas internas, héroes invencibles que sorteaban con ayuda de Dios todo... Es en definitiva el prototipo de lugar y tiempo de auténticas posibilidades, comparable únicamente con aquél tiempo de la Conquista de América por España o del Far West por Estados Unidos. En la Edad Media cualquiera podía vivir o morir, o hacer vivir o morir por la Gracia de Dios.
 
Sin embargo, había muchas más sombras que luces para la mayoría de los mortales. Si bien los príncipes hacían sus guerras y eran inmortalizados por la Historia, millones de almas se consumían en la ignorancia, en el miedo con mayúsculas y en la sensación de que el auténtico mundo no estaba en este mundo, sino en el más allá, con Dios. El hambre o las epidemias se convirtieron en compañeros impasibles de una falta de moral sin precedentes. Únicamente los buenos curas de pueblo y los ermitaños, auténticos paladines de la fe, lograron mantener algo del orden divino en el mundo.
 
Nadie debería añorar la Edad Media ni ninguna otra época pasada, ya que en muchos aspectos no son mejores que la que vivimos actualmente. Tampoco eran peores en todos los aspectos. Siempre hay ventajas e inconvenientes en cada época vivida. De todas maneras, últimamente Occidente, pero sobre todo Europa, nos recuerda a ese fin de Roma. No estaría de más entender que hoy más que nunca podemos estar a las puertas de una auténtica Segunda Edad Media.

No es difícil de entender que un país como EE.UU. o un continente como Europa, a la que llegan anualmente cientos de miles de bárbaros (extranjeros), no estén desarrollando paralelismos con aquellos tiempos de foederati de Roma, en la que los bárbaros, movidos por la compasión y por la necesidad de paz de los últimos romanos, fueron ocupando distintas regiones del Imperio. Finalmente, fueron usados incluso para defender al Imperio de otros bárbaros que posteriormente estaban empujando a los bárbaros más antiguos (visigodos sobre todo) a entrar en el limes del Imperio.

La corrupción y la total desvinculación del pueblo romano con sus políticos, a los cuales acusaban de dejarse perder y fomentar la pereza en forma de miles de romanos que en la misma ciudad de Roma vivían gratuitamente del Imperio, hicieron caer finalmente lo poco de decente que quedaba en aquella sociedad.

Si nos fijamos, actualmente en Occidente se está pasando por esta situación nuevamente. Occidente ya reconoce a China como la próxima potencia mundial y después de ella nuevos bárbaros, incluyendo a India, África y el Sudeste Asiático. Como ocurría en aquellos tiempos, quizá lo único que queda de Occidente capaz de hacer frente a dichos bárbaros pudiera ser lo que en aquellos tiempos era el Imperio Bizantino (el heredero de Roma), cuyo exponente podría ser actualmente EE.UU o antiguos imperios como el Selyúcida, heredero de los persas, que podrían ser encarnados hoy día por Rusia.

Europa, como ocurrió en aquellos tiempos con el Imperio Romano de Occidente, está en los finales de una época de esplendor que ha durado más de 1000 años, desde que Carlomagno unificó a los pueblos germánicos y frenó el avance islámico. Sus bases, que consistían en un profundo sentido cristiano, el orgullo de ser herederos de Roma y el ansia por la unificación de todos los pueblos de Europa, han dejado de ser motores para centrarse en influir en estados extranjeros o repartirse con EE.UU. al resto de los pueblos, como excéntricos césares corruptos.

A diferencia de aquellos tiempos, en los que nadie sabía leer y escribir, esta Segunda Edad Media no sería una época de analfabetos, aunque sería incluso peor: los ciudadanos, inconscientes de que son verdaderamente ignorantes de las auténticas verdades humanas, opinarían indiferentemente, creando aún más caos a estos primeros indicios de fin occidental. Es más, como ocurrió en aquellos tiempos, quizá ni tan siquiera pudiéramos conocer cómo poner en marcha un generador eléctrico o arreglar una máquina, pero seguramente sabríamos usar armas de fuego.

Quizá no habrá derramamiento de sangre. O quizá sí. Lo importante es que desgraciadamente el mundo no puede soportar un cambio social tan rápido y tan radical como los acontecimientos mundiales actuales. A alguien se le olvidó que las personas somos seres humanos y no simples máquinas. No sabemos asimilar los cambios porque no podemos disfrutarlos, al igual que aquellos nobles patricios que sólo se ocupaban de los placeres sin entender de dónde les llegaba el dinero y que muchos morían de hambre bajo el pretexto de que "Roma alimenta a su pueblo".