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viernes, 19 de agosto de 2011

Jornada Mundial de la Juventud

La llegada del Santo Padre a Madrid provocó un entusiasmo generalizado en la cara de miles de jóvenes. Llevaban días esperando que el Pontífice llegara y por fin se hicieron realidad sus anhelos.

No obstante, las noticias no han sido del todo positivas. Como habrán leído o visto, movimientos laicistas irrumpieron en la Puerta del Sol y se enfrentaron con jóvenes católicos. Esta situación, que en cualquier caso podría haber sido prevista, supuso una batalla entre policías y manifestantes.

Esta visita ha venido a ratificar dos cosas: la ruptura total del binomio Iglesia-Estado que imperaba en España desde los Reyes Católicos y la confirmación de que si bien España no es un país católico, es un país lleno de católicos.

Déjenme explicar esta diferencia, obvia por otro lado. El estado español, en su constitución, recoge que es un estado aconfesional. Esto quiere decir que no considera a ninguna religión como verdadera, aunque no condena a ninguna religión como dañina. Esta diferencia es fundamental con respecto a otros países, como Francia, que se configura como un estado laico. Esto significa que promueve la abolición de la religión. España es por tanto, un país no católico pero cuya población es mayoritariamente católica.

Este asunto no es baladí. Lo que fueron olvidando los distintos gobiernos socialistas es que España puede prescindir de la religión en época de bonanza, pero no puede prescindir de ella en época de crisis. Aunque sea muestra de un mal cristianismo, la parábola del hijo pródigo puede aplicarse a esta situación. El español, ante la miseria, corre a refugiarse y a pedir perdó al padre al que dejó de amar. El padre acepta al hijo, ya que ha recuperado a aquél a quien daba ya por perdido. La Iglesia en España actúa de igual manera: vuelve a aceptar a todo aquel que se marchó. Y muchos han vuelto, encontrando tanto el lado espiritual (la misa, la palabra, la esperanza en Cristo) como el lado material (cáritas cristianas, comedores sociales, cuidados por parte de religiosos, etc.).

La Iglesia ha demostrado siempre que en época de crisis ha sabido devolver la fe a sus fieles. Desde la época de los césares, cuando miles de pobres se agolpaban en Roma por un pedazo de pan, la Iglesia siempre ha preconizado la Esperanza Cristiana. Hay quien dice que el poder de la Iglesia está en hacer creer que existe un dios que puede hacer milagros o que puede castigar a quien se porte mal. Es bien sabido que cuando la Iglesia ha hecho uso de este mal enfoque interpretativo nunca ha salido bien parada. Esta situación dio lugar a la Reforma de Lutero y con posterioridad, el uso indiscriminado de la teología popular trajo las críticas de Marx.

Sin embargo, la fortaleza de la Iglesia es y será siempre el consuelo ante las adversidades. Dios es Amor, Dios nunca nos abandona... Este es el verdadero mensaje. Y cuando el creyente duda, aparece la figura de Cristo, un hombre que siempre creyó, incluso cuando en la cruz estaba siendo maltratado. No obstante, no sólo la fuerza de la fe ha sido lo que ha mantenido a la Iglesia en su posición hasta nuestros días.

La Iglesia ha defendido siempre a los pobres y a los oprimidos, erigiéndose como la primera organización social de la Historia. Puede que alguno alegue que esta misión sea una misión hipócrita (¿cómo se puede ser defensor de los ricos y sin embargo vivir en la opulencia?). Esto no es del todo cierto. La Iglesia Católica, a diferencia de otras organizaciones políticas y sociales, ha estado siempre constituidas por personas cultas. Nada más que para ser cura hace falta leer, porque lógicamente no se puede leer la palabra de Dios en misa si no se sabe leer. Dicho de otra manera, otra fortaleza de la Iglesia ha sido que ha mantenido la educación y la formación como un punto importante de su apostolado. Esta entorno culto tiene dos vertientes: por un lado, es cierto que un mayor control de la cultura, permite un control del pueblo (por ejemplo, amenazando con que un Dios malo vendrá a castigar los pecados); sin embargo, lo normal es que donde hay personas con altos conocimientos y con amplia cultura, ocurra precisamente lo contrario: haya gente muy implicada en hacer el bien, en conocer la importancia de la obra de Cristo y en hacer exégesis y denuncia de lo que otros religiosos menos escrupulosos hacían con sus fieles.

Lutero, el reformista; Santo Tomás Moro, San Francisco de Asís y otros muchos más religiosos fueron reformadores de los abusos que muchos clérigos hacían de sus fieles. La ventaja que existe en el seno de la Iglesia es que a pesar de ser una institución político-religiosa, sus componentes han gozado siempre de una libertad y de una capacidad de expresión muy amplia. Los cardenales, príncipes de la Iglesia, por ejemplo, no son ni uno ni dos, sino decenas, y no son elegidos por cuestiones políticas, como los partidos, sino por méritos. No cabe duda de que muchos serán más cercanos a ciertas ideologías del presente o del anterior Papa, pero sobre todo el consenso suele ser debatido. La Iglesia es una de las pocas instituciones que organiza concilios, es decir, puestas en claro de todas las tendencias para unificar criterios y no incurrir en cismas. La Iglesia cuenta además con un problema que a la vez pasó a ser ventaja para los fieles: éstos son por fe, súbditos de la Iglesia, y por nacimiento súbditos del país, lo cual siempre ha ayudado a que muchos que denunciaran abusos (como Lutero, por ejemplo) fueran protegidos por sus príncipes. Lo contrario, por desgracia, también ha ocurrido: Tomás Moro denunció los abusos del rey Enrique VIII y su condición de clérigo y protección especial del Papa no le valió contra la pena de muerte impuesta por el rey.

La Iglesia, ahora más que nunca en los últimos 20 años, está de moda. En ciertos aspectos ha demostrado que puede dar una explicación espiritual más amplia a las necesidades del ser humano que la fe en otras disciplinas más oscilantes, como son la fe en la ciencia, la fe en la magia, la fe en los políticos o la fe en el dinero.

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