Corren tiempos de pesimismo. Eso está claro. Para acentuar todavía más la tragedia, las noticias económicas siempre están anunciando nuevas medidas impopulares en cualquier parte del mundo. A todo ello se une una crisis de empleo sin precedentes.
Han surgido voces de cambio. Voces de revolución. Voces propagandísticas. El desconcierto entre la población crece por momentos e incluso pequeños gestos en nuestras propias vidas son la chispa que podría encender acciones de protesta y de violencia incluso. Se oyen voces que propugnan el cambio social...
¿Pero un cambio a qué? Es más, ¿alguien sabe realmente lo que ha de cambiarse?¿Es acabar con el dinero? Obviamente esto es un absurdo, es una vuelta a la prehistoria. ¿Es acabar con el capitalismo? Eso ya lo intentó el comunismo y todos sabemos qué pasó. ¿Es acabar con el capitalismo con otro método que no sea el comunismo?¿Es mediante políticas socialistas?¿Será quizá con políticas chavistas?
En ocasiones, en muy raras ocasiones tengo que decir, estas ideas y esta situación de crisis me hace sonreír. ¡Pringados! ¿Acaso creemos que las medidas radicales son tan fáciles y sobre todo son tan efectivas en las sociedades occidentales? Todo dependerá, claro está, del intelecto del que propugne estas medidas y cambios.
Generalmente he de decir que quien propugna cambios suelen ser los denominados grupos de izquierda. Cambiar es bueno, eso es indiscutible. Sin cambios sociales no hubieramos avanzado en ciencia, por ejemplo. Pero cabría pensar si ciertos avances técnicos y científicos consuelan frente al daño social que se deriva de ellos. Por ejemplo, la Revolución Industrial trajo grandes inventos y descubrimientos médicos y científicos. Sin embargo, la Revolución Industrial trajo espeluznantes cambios sociales y económicos, a la par que horribles guerras (las más horribles que el ser humano haya contemplado) y a horribles políticos. Además, esos cambios se han ido acentuando, de tal manera que las revoluciones científicas, políticas y sociales siguientes fueron siempre menos eficientes, ya que la mejora técnica era mucho menor que el empeoramiento social.
¿Qué hacer entonces? Como parece que las revoluciones tecnológicas van a ser imposibles de parar, mucho menos desde que los países subdesarrollados ahora comienzan a desarrollarse a pasos agigantados, las revoluciones sociales deberían ser controladas tajantemente por los políticos nacionales y supranacionales (ONU). Esto no es una mera opinión o una posibilidad. Se trata de una auténtica realidad que todos estamos viviendo.
Nada que conlleve una actitud radical sería realmente efectiva en los países desarrollados y democráticos, a menos que un cambio político a escala mundial sin precedentes ocurriera de repente. Me estoy refiriendo a una dictadura al estilo de los nazis, cuyo advenimiento coincidió no sólo con la dictadura alemana sino dictaduras en España, Italia y URSS, así como regímenes totalitarios o simpatizantes como Japón, Grecia o Argentina. Incluso de esta forma, cambios muy radicales serían muy complicados de hacer, al menos a corto plazo.
Pero este caso no sólo ocurre cuando hablamos de visión retrospectiva o revoluciones conservadoras, sino cuando hablamos de revoluciones socialistas. Es decir, plantear un mundo sin ricos o un mundo lleno de homosexuales no sólo es utópico sino imposible desde los más elementales principios. ¿Cómo se puede obligar a cambiar las ideas de alguien? Ni los propios nazis pudieron cambiar el pensamiento de los judíos, incluso cuando les gaseaban. Existe lo que se llama una inercia social.
Al igual que un planeta trata de escapar de su órbita pero una fuerza le obliga a girar y realizar una curva, la sociedad tiene una inercia que no puede ni debe cambiarse. Las grandes revoluciones trataron de hacer eso y sólo trajeron desgracias y miserias inigualables a escala histórica. Las hambrunas de la Edad Media nada o poco tenían que ver con los millones de proletarios en Londres o Manchester en plena Revolución Industrial, donde vendían incluso sus dientes por un pedazo de pan. Y todo porque ofrecían las falsas promesas de un trabajo digno, el cual consistía en un salario ínfimo al existir una sobredemanda impresionante. De nada valía la persona y sus actitudes personales: sólo el resultado del trabajo valía.
En esto Marx no se equivocaba. El proletario era sacrificado por un patrono que no veía más que un medio productivo más, como así mismo era su máquina. Pero el viejo Marx se equivocaba amargamente: él llama a la revolución como fin de las miserias. Cuando el proletario fuera dueño de los medios de producción, podría repartir el fruto del trabajo equitativamente.
¡¡¡Cuánto se equivocaba el estúpido Marx!!! Lo triste es que aún hay quien sigue sus tesis. ¡Ay, Dios, ayúdanos! Lo que consiguió fue que un país tan pobre como Rusia se empobreciera hasta límites insospechados hasta que estalló la contrarrevolución de 1989. Y en todo este tiempo, los comunistas, incluso siendo un regimen dictatorial, no consiguieron acabar con la religión, con las ideas buenas, con los sueños del pueblo por una vida mejor.
Ahora se insta a que todo se acabe mediante una amnistía general para todos (ricos, pobres, bancos, personas). Se plantea el bonito "empezar desde cero". Eso, señores míos, es imposible por una sencilla razón: la amnistía general significa que los actuales ricos acabarían pobres y los pobres, si no más ricos, quizá seguirían igual de pobres. ¿Qué sentido tiene un país de pobres? Sólo uno: la mafia organizada. Quien propugna estas debilitaciones del gobierno son las propias mafias o quienes son comprados por ellas.
Caso parecido podría decirse de quienes sueñan con el fin de la Iglesia o acabar con el latrocinio, la prostitución o la homosexualidad o tantas otros temas polémicos de las sociedades actuales. Esto es imposible, al menos a corto plazo. Pensemos que una actitud radical, por ejemplo, hacia la prostitución. ¿Cómo acabar con el ansia y el vicio de tantos en sólo unos días?¿Es coherente siquiera pensarlo? Todo pasar por seguir la inercia y no con frenar el móvil. Atacar con multas o bochornos públicos a los proxenetas o clientes sólo trae consigo un empeoramiento de las condiciones de explotación de las prostitutas. ¿Cómo se acaba con la prostitución? ¿Con la educación en valores feministas? ¡Nada de eso! En esto nos insisten nuestros estúpidos políticos y sus asquerosos asesores. La prostitución se acaba cuando se hace poco atractiva al cliente y a la prostituta. Alguno dirá que una mujer siempre creará atracción el un hombre. Cierto, pero un fomento de una mujer real y no ficticia (como la "mujer trabajadora" que nos quieren hacer ver nuestros políticos) puede acabar con la imagen de que la mujer decente es poco atractiva y la prostituta tiene un cuerpo morboso y pecaminoso, lo cual resulta atractivo. Plantear modelos sociales y asustar o desmotivar a quien ejerce o trafica con la prostitución es la forma más efectiva de hacerlo. De hecho, desde aquí aplaudo las políticas gubernamentales de prácticamente todos los países del mundo en el asunto de las drogas o el tabaco. Hoy más que nunca, se excluye socialmente al fumador (no tanto así con el drogadicto, por desgracia), lo que crea una cierta culpa y se tiende a abandonar el hábito.
Cambiar lo imposible es, como su nombre indica, imposible. Pero todo tiene un matiz. La cuestión no es cómo se cambia, sino qué queremos cambiar y por qué y sobre todo a donde conducirá ese cambio. Recordemos siempre, al tomar una decisión en la vida, seamos políticos o no, la inercia social. No podemos parar un planeta con tanta vida, porque esta los más insignificantes, cuando son muchos o son únicos en su especie, pueden cambiar el curso de los acontecimientos.